Pueblo Mapuche y Medio Ambiente: Hacia una Legislación y Políticas Públicas que garanticen. Derechos Territoriales y sobre Recursos Naturales.

Pablo Amat Trujillo

Candidato a la Convención Constitucional por el Distrito 11 (Las Condes, La Reina, Peñalolén, Vitacura, Lo Barnechea), Independiente patrocinado por el Partido Ecologista Verde. Abogado con un profundo enfoque en el área Ecológica y en Derechos Humanos (Magíster en Derecho Ambiental y Diplomado en Derecho Internacional de los DDHH). 

Sin lugar a dudas uno de los problemas y desafíos más grandes para el Estado de Chile, es y ha sido históricamente, el cómo integrar a pueblos indígenas con una particular cosmovisión y forma de relacionarse con el entorno, territorio y medio ambiente, que muchas veces choca directamente con el modelo de desarrollo imperante. En efecto, el reconocimiento y protección de derechos territoriales y derechos sobre recursos naturales, para los pueblos indígenas, sobre todo el pueblo Mapuche, es un problema que pone en evidencia las limitaciones, no sólo de nuestra organización y estructura social y económica, sino también del Sistema Internacional de Derechos Humanos. 

Luego de la Revolución Francesa surgen conjuntamente los Estados Modernos y las primeras Declaraciones de Derechos Universales (Declaración Universal de Derechos del Hombre y Ciudadano de 1789). Con la “modernidad” se comienza a dejar atrás las formas de vida comunitarias, en donde los grupos humanos están fuertemente cohesionados en torno a una misma conciencia moral, sentido del destino humano, ideas morales y espirituales; para dar paso a sociedades en donde la asociación entre las personas está unida simplemente por el intercambio, el contrato y las interacciones de mercado. De esta manera, comienza una disolución de la conciencia colectiva y los sujetos se individualizan. Asimismo, las formas de propiedad comunal o colectiva que existían, fueron reemplazadas por la propiedad privada, a la cual – incluso ya para intelectuales como John Locke – se le concede el estándar de un derecho fundamental o humano. En consecuencia, el individualismo propio de la modernidad está presente en las primeras declaraciones de derechos universales e inalienables, en donde el principal objetivo que se buscaba era limitar el poder del Estado, asegurándole a las personas ciertos derechos básicos y espacios en donde el Estado debía abstenerse de intervenir, para poder desarrollar libremente su propio proyecto de vida. Asimismo, y aunque suene redundante, los derechos humanos tuvieron inicialmente una mirada absolutamente antropocentrista, vale decir, centrada en el ser humano, sus derechos individuales y libertades.

Si bien, progresivamente los instrumentos internacionales de derechos humanos fueron ampliando su catálogo hacia Derechos Económicos, Sociales y Culturales que exigían cada vez más que el Estado actúe con medidas positivas para su realización (y no sólo abstenerse de intervenir); de igual forma derechos de raigambre más colectiva, como el derecho a vivir en un medio ambiente sano y/o los derechos de los pueblos indígenas sobre su territorio y recursos naturales, tensionan con el enfoque antropocéntrico e individualista con que los derechos humanos fueron concebidos. En efecto, el Sistema Internacional de Derechos Humanos está construido bajo la idea de protección de víctimas concretas, individualizadas y determinadas, mientras que tanto los derechos territoriales de los pueblos indígenas y el derecho a un medio ambiente sano, afectan a una colectividad de personas, haciéndose mucho más complejo determinar quienes concretamente tiene legitimación activa para exigir el derecho. De esta manera, el poder garantizar y reconocer estos derechos de afectación más amplia o abstracta, presenta un gran desafío, no sólo a las sociedades modernas, sino que a la institucionalidad del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

Asimismo, Chile también hacia el siglo XIX inició el tránsito hacia una sociedad y Estado Moderno. En efecto, al independizarse de la corona Española, y en el proceso de consolidación del Estado Republicano, Chile se vio en la necesidad de construir una identidad nacional y afianzar el orden interno. Para ello, se utilizó la forma de un Estado Unitario, con Una nación y Una cultura reconocida, lo cual aún perdura hoy en nuestra Constitución Política, bajo el entendimiento que las sociedades humanas son un todo coherente y unitario, sujetas a una misma ley. Sin embargo, esta uniformidad ficticia (cultural y jurídica) que se implementó, no daba cuenta de la diversidad cultural existente, sobre todo en las tierras al sur del río Bio Bio, en donde el pueblo Mapuche ejerció soberanía y potestad, la cual fue reconocida en el Tratado de Quilín de 1641, celebrado con la Corona Española. Incluso, el Estado Chileno en sus inicios, mediante el Parlamento de Tapihue de 1825, le reconoció al pueblo Mapuche, autonomía territorial y potestades a sus autoridades tradicionales. 

De esta forma, no cabe duda que por siglos han convivido en el territorio que hoy se conoce como Chile, estas dos naciones con formas de vida y concepciones del mundo distintas. Por un lado, el pueblo Mapuche con una forma de vida comunitaria, íntimamente relacionada con el territorio y sus recursos naturales, con los cuales sostienen vínculos espirituales y culturales que les interesa preservar, y por el otro, la incipiente República Chilena, que seguía la doctrina individual liberal, y que veía en la propiedad raíz y su explotación, el motor para el progreso y desarrollo; especialmente considerando que la exportación de trigo y charqui a Estados Unidos durante la fiebre del oro, constituía su principal fuente de ingresos. Adicionalmente, con la adopción del Código Civil Chileno, se adoptó un modelo de propiedad individual, en donde las situaciones de comunidad de bienes son excepcionales, y en donde se sigue la concepción Romana del dominio, en que el dueño está legitimado para usar, gozar e incluso disponer o destruir a su arbitrio de su propiedad (incluyendo la naturaleza). De esta manera, la Ley republicana no respondió ni tomó en consideración las particularidades culturales de los habitantes del sur del Bio Bio, para quienes no existe esta separación y superioridad entre el Ser Humano y la Naturaleza, sino una íntima conexión, representando la tierra no meramente una fuente económica y de subsistencia, sino que también de su desarrollo cultural y espiritual.

Ante estas visiones contrapuestas – la dicotomía entre colectivismo e individualismo, y entre medio ambiente interrelacionado o subordinado al hombre – el Estado Chileno optó por aplicar una política de asimilación y colonización de los territorios, buscando someter al pueblo Mapuche al régimen legal aplicado en el resto del país, incorporarlos a la civilización y asegurarse que las tierras que ocupaban serían trabajadas, cultivadas y explotadas. De esta manera, en 1861 Cornelio Saavedra presenta su plan de “Pacificación de la Araucanía”, el cual consistía en “civilizar y reducir a los indígenas”, mediante acciones militares tendientes a avanzar progresivamente la frontera, para luego subdividir y enajenar los terrenos baldíos y fiscales, que luego eran entregados a pequeños propietarios nacionales y extranjeros. Para ello, con el apoyo de la mayoría de los intelectuales de la época, se construyó una imagen del indígena como un ser bárbaro, salvaje e inferior que debía ser civilizado por el Estado, iniciándose un proceso de ordenación territorial sobre aquellas tierras ocupadas ancestralmente por el pueblo Mapuche, las cuales pasaron a quedar regidas por la Ley Chilena. Bajo la antigua doctrina Romana del res nullius (cosas que no pertenecen a nadie), se fueron incorporando los terrenos al sur del Bío Bío al Estado Chileno, el cual luego los distribuía a manos de privados y de colonos. Si bien, teóricamente los indígenas nacían jurídicamente igualados al ciudadano chileno, es decir, gozaban de todos los derechos garantizados, incluyendo el derecho de propiedad; en la práctica no eran protegidos de la misma manera en sus derechos, especialmente en lo que refiere a sus tierras. En efecto, si es que gozaban de derecho de propiedad, el despojo y remate de sus tierras constituía jurídicamente una expropiación, que debía ser debidamente indemnizada por el Estado. Sin embargo, salvo José Victorino Lastarria, nadie sostuvo lo anterior, primando la concepción que veía a los miembros del pueblo Mapuche y su nomadismo, como individuos que no cumplían con los requisitos para la adquisición del dominio. 

Por su parte, los miembros del pueblo Mapuche fueron confinados en “reducciones”, reconociéndose Títulos de Merced, los cuales muchas veces eran conferidos al cacique en nombre del linaje que representaban, y constituían de esta manera una forma de propiedad colectiva inserto en el sistema de propiedad individual Chileno. Entre los años 1.884 y 1.929, la Comisión Radicadora de Indígenas, creada por la Ley N° 1.883, otorgó cerca de tres mil Títulos de Merced en las Provincias de Arauco y Osorno, quedando solo un 6,39% del territorio total de dichas provincias comprendido en los Títulos de Merced, y todo el resto en manos del Estado. De esta manera, se redujo exponencialmente el Territorio Ancestral tradicionalmente ocupado por el pueblo Mapuche, incluyéndose muchas veces bajo un mismo título, a personas de diferentes familias, que por tanto no reconocían a un mismo cacique como jefe, afectando profundamente sus formas tradicionales de organización social. Es decir, el Estado fue arbitrariamente agrupando comunidades en un territorio reducido, mediante el otorgamiento de estos Títulos de Merced, lo cual provocó que el pueblo Mapuche no sólo se viera enfrentado a la usurpación de su terreno ancestral, sino que también sufriera la fragmentación del control territorial de sus autoridades tradicionales, a quienes se les otorgó un reducto muy reducido de lo que eran sus territorios. A ello, se unen problemas de superposición de títulos, producto del remate de propiedad indígena ya adjudicada, la apropiación de hecho de sus ya reducidas tierras, y actos fraudulentos sobre las mismas. Adicionalmente, la asignación de estos Títulos de Merced no garantizaba la estabilidad de la propiedad colectiva, sino que más bien se buscaba una gradual de conversión de las tierras al individualismo propietario. En efecto, el Estado Chileno a lo largo de su historia ha impulsado políticas de división de las reducciones, lo cual se vio acrecentado en tiempos de la dictadura militar, con miras a revertir el proceso de la reforma agraria, en donde los Decretos Ley N° 2.568 y 2.570 de 1979, establecieron que bastaba solo un comunero, mapuche o no, para proceder a la división de la comunidad. Como consecuencia, sólo en el período 1979-1986, se procedió a la división de 1.739 reducciones, dando lugar a la formación de 48.346 hijuelas, las cuales pasaron a incorporarse al mercado de tierras. 

Posteriormente, hacia fines de la dictadura, el 1 de diciembre de 1989, el entonces candidato presidencial Patricio Aylwin y representantes de los pueblos indígenas en Chile, firman el Pacto de Nueva Imperial, cuyos principales compromisos eran: dar Reconocimiento Constitucional de los pueblos indígenas, la creación de la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) y de un Fondo de Etno-Desarrollo, la promulgación de una Ley Indígena y la ratificación del Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la OIT. Si bien, con la vuelta a la democracia se dictó la Ley Indígena N° 19.253 de 1993 y ratificó en Convenio 169 de la OIT, el Reconocimiento Constitucional de los pueblos indígenas no se ha materializado a la fecha.

Al día de hoy, la demanda territorial del pueblo Mapuche sigue siendo uno de los principales desafíos sin resolver del Estado Chileno, el cual ha adoptado una política represiva y de criminalización de dichas demandas. Por su parte, el pueblo Mapuche ha debido adaptar su concepción de la propiedad al lenguaje jurídico de los Títulos de Merced, para evitar la pérdida de las ya reducidas tierras cuya propiedad colectiva sí les fue reconocida. Debemos entender que para el pueblo Mapuche la concepción de la tierra y sus territorios, escapa con creces la concepción de propiedad individual imperante en nuestro modelo de desarrollo. Su vinculación íntima, espiritual y cultural con sus territorios, provoca que lo que está en juego al reconocer derechos territoriales, es la propia supervivencia, desarrollo y continuidad del estilo de vida del pueblo Mapuche.  

Si bien el Estado Chileno ha hecho avances, ratificando Tratados Internacionales como el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre pueblos indígenas y tribales y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, ha fallado en reconocer e implementar en su institucionalidad interna, los estándares internacionales consagrados en dichos instrumentos, en especial en cuanto a proyectos de inversión con impacto ambiental sobre sus territorios, y su deber de consultar a los pueblos indígenas afectados, y en lo que refiere a procesos de recuperación territorial o entrega de tierras. De esta manera, el Estado Chileno no se ha pronunciado sobre temas tan importantes como ¿Cuál es el alcance de los derechos territoriales del pueblo Mapuche? ¿Aquellos Títulos de Merced o el territorio ancestralmente ocupado por ellos? ¿Cuánto control y autodeterminación estamos dispuestos a otorgarles sobre dicho territorio?  

Chile ha históricamente seguido un modelo de desarrollo Extractivista, que basa su riqueza en la explotación de los Recursos Naturales. Si bien ello ha permitido al país progresar económicamente, el mayor desafío aún consiste en que dicho progreso se alcance con pleno respeto de los derechos colectivos sobre el medio ambiente y aquellos que detentan los pueblos indígenas sobre su Territorio y Recursos Naturales. Ante ello, debe reconocerse los avances que en las últimas décadas ha hecho el país en cuanto a la suscripción de instrumentos internacionales que reconocen derechos territoriales a los pueblos indígenas, la dictación de la Ley N° 19.253, y la implementación de una Institucionalidad Ambiental. 

En efecto, uno de los avances más importantes en materia de reconocimiento de derechos a los pueblos indígenas es el Convenio 169 de la OIT, el cual es un instrumento jurídico vinculante y ha sido ratificado por Chile. Dicho instrumento les reconoce el derecho a continuar su existencia y a desarrollarse en la dirección que ellos deseen, asimismo, a involucrarse en el proceso de toma de decisiones en los asuntos que les afecten. Ello se ha materializado principalmente a través del derecho a consulta, el cual está contemplado en su artículo 6 del Convenio, el cual señala que los gobiernos deberán “consultar a los pueblos interesados, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente”. De esta manera, no es cualquier consulta la que se exige a los Estados, sino una Consulta Previa Libre e Informada (CPLI), la cual debe efectuarse de forma previa, “de buena fe y de una manera apropiada a las circunstancias, con la finalidad de llegar a un acuerdo o lograr el consentimiento acerca de las medidas propuestas”. A su vez, define como obligación del Estado el establecer los medios para que puedan participar libremente y lograr pleno desarrollo de sus instituciones e iniciativas, proporcionando recursos necesarios para este fin. Por su parte el artículo 7 del mismo Convenio, permite a pueblos indígenas ejercer cierto control sobre su propio destino, al señalar que tienen “derecho a decidir sus propias prioridades en lo que atañe al proceso de desarrollo, en la medida que éste afecte a sus vidas, creencias, instituciones y bienestar espiritual y a las tierras que ocupan o utilizan de alguna manera, y de controlar, en la medida de lo posible, su propio desarrollo económico, social y cultural”. Adicionalmente los hace partícipes en la formulación, aplicación y evaluación de los planes y programas de desarrollo nacional y regional susceptibles de afectarles directamente. 

Un aspecto muy importante del artículo 7, es que requiere a los gobiernos de los países que ratifican el Convenio, que velen porque siempre que tengan lugar actividades de desarrollo, se efectúen estudios, en cooperación con los pueblos interesados, a fin de evaluar la incidencia social, espiritual y cultural y sobre el medio ambiente que puedan tener sobre esos pueblos, debiendo asimismo tomar medidas para proteger y preservar el medio ambiente de los territorios que habitan. En definitiva, se avanza enormemente en cuanto a lograr un desarrollo económico que tome en consideración las particularidades de los derechos indígenas, cuando se vayan a ejecutar proyectos de inversión o medidas administrativas y legislativas que pudieran afectarles. Se les incluye en esta toma de decisiones, a través de una consulta, la cual debe ser previa, mediante procedimientos apropiados, deben participar sus instituciones representativas, debe ser de buena fe, apropiada a las circunstancias y con la finalidad de llegar a un acuerdo. No obstante, en los casos en que los pueblos indígenas sean trasladados de las tierras que ocupan, el artículo 16 del Convenio 169 contempla que se requerirá su consentimiento libre e informado, no bastando la consulta. Asimismo, se resguarda su derecho a retornar a aquellas tierras, cuando ello sea posible, y cuando no, deberá entregarse tierras de igual calidad y estatuto jurídico que las que ocupaban, o cuando los interesados prefieran, una indemnización en dinero o en especie. Cabe agregar, que la Consulta Previa Libre e Informada (CPLI) es efectivamente vinculante, en casos de protección ambiental, desplazamiento forzoso, riesgo de supervivencia física o cultural de un pueblo o depósito de desechos peligrosos en un territorio.

A su vez, el Convenio 169 provee una serie de disposiciones que reconocen derechos territoriales y sobre recursos naturales a los pueblos indígenas. A saber, el artículo 14 establece que “deberá reconocerse a los pueblos interesados el derecho de propiedad y de posesión sobre las tierras que tradicionalmente ocupan”. Adicionalmente, consagra una importante obligación a los gobiernos en torno a tomar las medidas que sean necesarias para determinar las tierras que los pueblos interesados ocupan tradicionalmente, garantizar la protección efectiva de sus derechos de propiedad y posesión, y solucionar las reivindicaciones de tierras formuladas por los pueblos interesados. Por su parte, los derechos sobre los recursos naturales existentes en sus tierras, están cubiertos en el artículo 15, comprendiendo derecho a participar en la utilización, administración y conservación de dichos recursos. En caso que pertenezca al Estado la propiedad de los minerales o de los recursos del subsuelo, los pueblos indígenas adicionalmente a ser consultados para determinar si sus intereses están siendo perjudicados por cualquier programa de prospección o explotación de los recursos existentes en sus tierras, deben ser indemnizados equitativamente por cualquier daño que puedan sufrir a consecuencia de dichas actividades, y participar siempre que sea posible en los beneficios que le reporten tales actividades. 

Es de suma importancia señalar que el Tribunal Constitucional (TC), en la Sentencia Rol Nº 309 del año 2000, señalo que los artículos 6 y 7 del Convenio 169, son normas autoejecutables. Sin embargo, el resto de las disposiciones – que regulan los derechos territoriales – requieren de una norma que regule su aplicabilidad. Por lo cual, en la práctica al no haber norma alguna que regule estos derechos, pese a haber sido ratificado el Convenio, no han recibido aplicación alguna.

Por otra parte, el Estado Chileno también ha adherido a la Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU de 2007, la cual si bien no es un instrumento vinculante para los Estados, puede ser utilizada para efectos de interpretar las normas internas e internacionales que ellos deben respetar y garantizar. La Declaración constituye un enorme avance, no sólo en materia de consulta, en donde establece que su fin es alcanzar un Consentimiento Libre Previo e Informado (artículo 15), sino también en materia de derechos territoriales y sobre recursos naturales, estableciendo un mayor desarrollo del derecho de autodeterminación que tienen los pueblos indígenas, en virtud del cual determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural (artículo 3), y ejercitan su derecho a la autonomía o al autogobierno en cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y locales (artículo 4).  Así, por ejemplo, el artículo 32 Nº1 y  en parte el artículo 23, afirman el “derecho a determinar y a elaborar prioridades y estrategias para el ejercicio de su derecho al desarrollo o la utilización de sus tierras o territorios y otros recursos”, mientras que el artículo 32 N°2 establece que “los Estados celebrarán consultas y cooperarán de buena fe  con los pueblos indígenas interesados por conducto de sus propias instituciones representativas, a fin de obtener su consentimiento libre e informado antes de aprobar cualquier proyecto que afecte a sus tierras o territorios y otros recursos, particularmente en relación con el desarrollo, la utilización o la explotación de recursos minerales, hídricos o de otro tipo”. Asimismo, el artículo 25 precisa que “tienen derecho a mantener y fortalecer su propia relación espiritual con las tierras, territorios, aguas, mares costeros y otros recursos que tradicionalmente han poseído y ocupado y utilizado y a asumir las responsabilidades que a ese respecto les incumben para con las generaciones venideras”. De esta manera, la Declaración eleva el estándar de la consulta, a una cuyo consentimiento libre e informado es necesaria, sobretodo cuando se afectan tierras, territorios y recursos indígenas. 

Ahora bien, en el ámbito de la normativa interna Chilena, la Ley N° 19.253 de 1993, sobre Protección, Fomento y Desarrollo Indígena, establece las normas relevantes para la entrega o restitución de tierras a personas o comunidades indígenas en Chile. Dicha ley crea la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI), la cual a través de su Fondo de Tierras y Aguas Indígenas (FTA), junto al Ministerio de Bienes Nacionales, ha sido la encargada de impulsar acciones de ampliación, transferencia y regulación de tierras indígenas, reconociendo como tales aquellas que poseen estos pueblos, ya sea por regulaciones o traspasos de tierras fiscales efectuados por el Estado a través del Ministerio de Bienes Nacionales, por compras de tierras efectuadas por CONADI, o por haber sido propiedad en virtud de otros títulos. El artículo 12 de la Ley identifica las tierras consideradas como indígenas, contemplando a las que provienen de toda clase de títulos emanados del Estado, aquellas que por ocupación histórica se inscriban en el a futuro en el Registro de Tierras creado por ley, las que sean declaradas como pertenecientes a comunidades indígenas, y las que los pueblos indígenas y sus comunidades reciban a título gratuito del Estado. Estas tierras pueden ser de propiedad individual o colectiva y están exentas de pago de contribuciones, no pueden ser enajenadas, embargadas ni gravadas, ni adquiridas por prescripción, salvo entre comunidades o personas de una misma etnia (artículo 13).  Además, la CONADI tiene el rol de ser el organismo encargado del Registro Público de Tierras Indígenas, donde serán inscritas las tierras mencionadas en el artículo 12, y “únicamente su inscripción otorgará la calidad de tierra indígena” (artículo 15). La ley promueve la ampliación de las tierras para los indígenas y sus comunidades, especialmente a través de un Fondo de Tierras y Aguas, creado para tal efecto (artículo 20). Los objetivos centrales de la CONADI se encuentran expresados en el artículo 20, y se resumen básicamente en el otorgamiento de subsidios para la adquisición de tierras (artículo 20 letra a), el financiamiento de mecanismos que den solución a problemas de tierras (artículo 20 letra b) y el financiamiento de la constitución, regularización o compra de derechos de aguas (artículo 20 letra c).  Respecto al sistema de subsidios contemplado en el artículo 20 letra a), tienen derecho a postular todos los indígenas que consideren tener derecho de uso o usufructo de tierras o aguas sobre las que reclamen titularidad y que evalúen sus tierras como insuficientes. Actualmente el concepto de “tierra insuficiente” se determina a partir del factor de 0,3 hectáreas de riego básico por integrante del grupo familiar. La suficiencia sólo se evalúa en términos de disponibilidad productiva, no considerando otros factores como la existencia de bosque nativo o sitios ceremoniales, entre otros. El monto del subsidio actualmente es de 20 millones de pesos, y CONADI debe aprobar la compra. Por su parte, en virtud del artículo 20 letra b), el objetivo del Fondo es financiar mecanismos que permitan solucionar los problemas relativos a tierras indígenas o transferidas a los indígenas, provenientes de los títulos de merced u otras cesiones o asignaciones hechas por el Estado a favor de los indígenas, ello sobre todo con motivo de cumplimiento de resoluciones o transacciones, judiciales o extrajudiciales, relativas a tierras indígenas, pudiendo la persona o comunidad involucrada presentar solicitud en la CONADI correspondiente. Luego el Director de la CONADI, previo informe jurídico administrativo sobre cada una de las solicitudes, resolverá sobre la base de los siguientes criterios prioritarios: 1) el número de personas o comunidades; 2) gravedad de las situaciones sociales para un alto número de familias o para toda una comunidad; y 3) antigüedad del problema de magnitud en la comunidad respectiva. 

De esta manera, la política pública del Estado Chileno en materia de restitución de tierras, se ha centrado en abordar la problemática de las tierras indígenas a través de la acción de la CONADI y su Fondo de Tierras y Aguas, la cual establece como criterio fundamental la situación económica de los postulantes, no cumpliendo con los estándares internacionales en esta materia, ya que se centra en la superación de la pobreza como eje central, lo que se basa en un concepto económico de la tierra, como un factor productivo, y no como un elemento propio de la cosmovisión indígena. Además, aún no existe un catastro de tierras y aguas indígenas que permita cuantificar la demanda y posibles soluciones de reparación. 

En efecto, el Convenio 169 se refiere a aquellas tierras que “tradicionalmente ocupan”, lo cual significa que no sólo se protege las tierras ancestrales ocupadas en la actualidad, sino que también aquellas ocupadas recientemente y que han sufrido situaciones de despojo y/o desplazamiento forzado, en donde se requiere consentimiento libre e informado. Asimismo, debido a la importancia que le otorga a la tierra el Convenio 169, las políticas en torno a derechos territoriales de pueblos indígenas se basan en torno a la idea de “restitución”, en contraposición con el concepto de “entrega” u “otorgamiento” que contiene la Ley 19.253. De este modo, no existe en nuestro ordenamiento jurídico un mecanismo legal de restitución de tierras, que reconozca el legítimo derecho del pueblo Mapuche sobre su territorio, sino que simplemente hay una mera compra de tierras. 

Ahora bien, en cuanto a la institucionalidad ambiental, cabe decir que la Constitución Política de Chile de 1980, innovó respecto de sus predecesoras, consagrando en su artículo 19 Nº8, el derecho a vivir en un medio ambiente libre de contaminación. Asimismo, el artículo 20, que consagra el Recurso de Protección, si bien tradicionalmente ha incluido en su listado sólo derechos individuales, dejando fuera derechos colectivos, económicos, sociales y culturales; protege expresamente el artículo 19 Nº8. La Constitución encarga a la ley definir el contenido de este derecho, y la Ley N°19.300 de Bases del Medio Ambiente, influida por la Declaración de Río de Janeiro de 1992, otorga una concepción amplia de lo que es el medio ambiente, incluyendo “elementos socioculturales”, es decir, que se puede producir una afectación al medio ambiente cuando se afecta la estética de un lugar, equilibrio del ecosistema cultural o contaminación visual. Asimismo, luego del Informe de Desempeño Ambiental de Chile, de la OCDE el año 2005, que recomendó profundas modificaciones a la institucionalidad ambiental Chilena, sobre todo en cuanto a los sistemas de fiscalización; se dicta la Ley N° 20.417 el año 2009, con la cual se crea el Ministerio del Medio Ambiente (MMA), la Superintendencia del Medio Ambiente (SMA) y el Servicio de Evaluación ambiental (SEA). Finalmente, con la dictación de la Ley N° 20.600 el año 2012 se crearon los Tribunales Ambientales, lo cual ha hecho que la jurisprudencia de la Corte Suprema en materia de Recurso de Protección varíe, reservándose éste sólo para casos en que haya una afectación inminente de derechos fundamentales, dentro de ellos derechos indígenas; debiendo recurrirse a la institucionalidad especial de los Tribunales Ambientales, cuando la discusión gire en torno a aspectos procedimentales o meramente formales. El problema es que la gran mayoría de los casos que se judicializan, se refieren a proyectos de inversión que ingresan al Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA), el cual si bien fue diseñado para determinar cuándo un proyecto o actividades son susceptibles de causar impacto ambiental que deba ser mitigado, compensado o reparado, de acuerdo a los criterios del artículo 10 de la Ley 19.300, también ha pasado a incluir a la consulta indígena en dicho procedimiento. De esta manera el SEIA consiste en un “único procedimiento integrado de observación y autorización de proyectos de inversión, de modo que inevitablemente convergen en él potestades e intereses diversos que lo convierten en un proceso deliberativo y difícil de administrar”. Ahora bien, un proyecto de inversión puede ingresar al SEIA ya sea por una Declaración de Impacto Ambiental (DIA) o por un Estudio de Impacto Ambiental (EIA), dependiendo si se dan alguna de las situaciones o efectos contemplados en el artículo 11 de la Ley 19.300. 

Sin embargo, sólo cuando el proyecto ingresa vía EIA es necesario hacer un proceso de participación ciudadana y consulta indígena. De esta manera, no sólo no se contempla la consulta en proyectos que no deban ingresar mediante un Estudio de Impacto Ambiental (ingresan al SEIA mediante una DIA), sino que además la consulta indígena consagrada en nuestra legislación no se conforma con los estándares internacionales. En efecto, desde un comienzo, en el control de constitucionalidad del Convenio 169 de la OIT, el Tribunal Constitucional en su Sentencia Rol Nº 1050, ya señaló que la consulta indígena no podía constituir una consulta vinculante y que no implica una negociación obligatoria, sino una manera de “recabar opinión”. Hoy la consulta se encuentra regulada en dos normativas, el Decreto Supremo N° 66, que contempla el Reglamento General de la Consulta y regula el procedimiento de la consulta indígena en casos de medidas administrativas o legislativas que afecten a pueblos indígenas, y el Decreto Supremo N° 40, que establece el Reglamento del SEIA. De esta manera, coexisten dos sistemas de consulta en Chile, operando el DS 40 cuando estamos en presencia de proyectos de inversión del SEIA. Ambas disposiciones no se condicen con la normativa internacional. Las principales deficiencias radican en torno que se excluye de la consulta medidas que son susceptibles de afectar directamente a los pueblos indígenas; no existe obligación del SEA de convocar una Consulta Previa Libre e Informada (CPLI) en casos de DIA, restringiéndose las hipótesis en que es obligatorio consultar, unido a los brevísimos plazos que establece el DS 40 para su tramitación; no se contempla la participación en los beneficios tal como lo exige la normativa internacional; y además, se critica que la consulta no esté regulada a nivel legal en vez de un reglamento de ejecución. En efecto, en una audiencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en marzo de 2014, el gobierno chileno reconoció las deficiencias y se comprometió a enmendar el DS 40 para garantizar su concordancia con el derecho internacional sobre CPLI, sin embargo, ello no se ha cumplido a la fecha. Por otro lado, la idea de sustraer del SEIA las reglas de aplicación del Convenio 169, ha resultado ser un rotundo fracaso, sobre todo ya que las Cortes progresivamente han igualmente reconocido la necesidad de aplicar los estándares del Convenio. A partir de ello, algunos han pretendido ver una excesiva judicialización del SEIA, afectando con ello las inversiones debido a errores cometidos por la administración, y la ambigüedad o vacíos del marco legal vigente. Sin embargo, en el sistema chileno la impugnación de los actos administrativos está reconocida como una garantía para los ciudadanos, que adquiere el carácter de protección constitucional como lo reconoció el Tribunal Constitucional en la Sentencia Rol 2009-2011 . En definitiva, el SEIA ha concentrado e internalizado el déficit de política pública general en materia ambiental e indígena, por lo que judicialización es principalmente responsabilidad del Estado, y es un error creer que exista una especie de activismo judicial en materia indígena y ambiental.

En definitiva, la Legislación Chilena y políticas publicas en materia de reconocimiento de derechos territoriales y sobre recursos naturales para pueblos indígenas, sobretodo el Mapuche, requiere de una urgente adecuación a los estándares internacionales de derechos humanos, ello para abordar la deuda histórica que tiene el Estado con dicho pueblo. Si bien la Ley 19.253 significó un vital progreso para reconocer jurídicamente el pluralismo cultural que tiene nuestro país, ella ignoró las demandas mapuche en materia de tierras y recursos naturales, tiene un enfoque puesto en pobreza y desarrollo y no en derechos políticos, y se ha mantenido prácticamente sin cambios desde su dictación en 1993. ¿Qué avances se pueden hacer en nuestro ordenamiento jurídico para acercarnos más a los estándares internacionales de derechos humanos, en cuanto a reconocimiento de derechos territoriales y sobre recursos naturales de nuestros pueblos originarios?

RECOMENDACIONES

1.- El principal problema y punto de partida a resolver en la Ley Indígena, radica en torno a que el Fondo de Tierras de CONADI no ha hecho un debido catastro y demarcación de cuales tierras y aguas le pertenecen al pueblo Mapuche, para determinar cual es la demanda total de tierras. Ello es una obligación expresamente consagrada en el artículo 14 del Convenio 169, debiendo determinar “las tierras que ocupan tradicionalmente” y no sólo aquellas que fueron reconocidas a través de los Títulos de Merced. Una vez que se tenga mayor claridad sobre cuál es el territorio o tierras mapuche, podrá reconocerse derechos políticos, culturales y territoriales sobre los mismos y sobre los recursos naturales en ellos

Ya sea modificando la Ley Indígena N° 19.253 o dictando una nueva Ley para estos efectos, se debe reconocer, regular y hacer aplicables derechos colectivos a pueblos indígenas sobre medioambiente, territorio y recursos naturales, acogiendo los estándares que ha ido delineando el derecho internacional. Asimismo, en esta ley se debe regular y hacer aplicables aquellos derechos consagrados en normas del Convenio 169 de OIT, que el Tribunal Constitucional declaró como no autoejecutables, tales como la autodeterminación, asegurando espacios de autonomía para que determinen libremente su desarrollo económico, social y cultural; prioridades y estrategias en la utilización de sus tierras y territorios; permitiendo de esta manera mantener y fortalecer su propia relación espiritual con ella. 

2.- De esta manera, debemos avanzar en nuestra legislación desde una mera compra y entrega de tierras hacia un Mecanismo Legal e Integral de Restitución de Tierras, que reconozca derechos sobre su territorio, el cual no solo se evalúe desde un punto de vista económico, productivo, sino que incluya elementos de la cosmovisión indígena – lugares con plantas necesarias para conseguir su medicina (lawen) o medios de subsistencia tradicionales, sitios ceremoniales, arqueológicos, sitios donde habitan espíritus protectores de la naturaleza o ngen, o con especial significancia cultural o espiritual, etc – consultando a los interesados en cada caso, cuáles son estos elementos y lugares. Asimismo, debe dictarse una Ley de Patrimonio Cultural Indígena, conforme a lo dispuesto en al artículo 31 de la Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas de las Naciones Unidas.

3.- A su vez, todo proyecto de inversión que se pretenda llevar a cabo en territorio indígena, deberá consultarse, sin que se distinga entre aquellos que ingresan al SEIA por DIA o EIA. Para ello se requiere modificar las normativas que regulan la consulta (DS 66 y DS 40), esta vez mediante una Ley (dictada previa CPLI), la cual de luces sobre cuándo se está frente a una “afectación directa” y consagre el principio precautorio en materia ambiental (ante la duda y falta de certeza científica acerca de la ocurrencia de un daño ambiental, protegemos el medioambiente), de manera que Estudios de Impacto Ambiental tomen en consideración aspectos sociales y culturales. Esta debe ser la vía única de ingreso al SEIA, eliminándose las Declaraciones de Impacto Ambiental, que no contemplan mecanismos de participación ciudadana y consulta indígena, y tienen plazos más breves de tramitación.

4.- Si bien los artículos 6 y 7 del Convenio 169 son autoejecutables de acuerdo al Tribunal Constitucional, es necesario que la legislación interna precise y regule una consulta que cumpla con los estándares internacionales, consagrados en dichos artículos, y no sea ambigua o contenga vacíos legales. De esta manera, se reducirá asimismo la judicialización en casos de proyectos de inversión sobre tierras mapuche o que les afecten directamente. Asimismo, la legislación que regule la consulta deberá contemplar casos de consentimiento previo libre e informado, en especial, por relocalizaciones de comunidades indígenas y desechos peligrosos en su territorio, y establecer medidas para que se beneficien razonablemente de los planes, proyectos o programas llevados en su territorio, determinando porcentaje de ganancias.  

5.- Adicionalmente, es recomendable seguir el modelo Colombiano en cuanto a establecer una Unidad de Consulta, y sea el Estado quien lleve a cabo o supervise dichas consultas, y no cada empresa en particular. 

6.- Si bien el Estado es el garante de estos derechos, puede avanzarse enormemente también en cuanto a buscar un compromiso sobre la Responsabilidad de Empresas en respeto de derechos humanos, debiendo contar con políticas y procedimientos apropiados, en función de su tamaño y circunstancias, para identificar, prevenir, mitigar, rendir cuentas y reparar consecuencias negativas sobre derechos humanos. 

7.- Por otro lado, ante los graves problemas de escasez de tierras, especulación y sobreprecio, debe considerarse seriamente en algunos casos hacer uso de la expropiación, tal como lo sugirió Comisión de Verdad Histórica y Nuevo Trato en 2003. 

8.- Finalmente, aún no se cumple el compromiso sostenido en Pacto de Nueva Imperial, en cuanto a Reconocer Constitucionalmente a los pueblos indígenas, y consagrar un Estado Plurinacional, dando cabida a que puedan definir libremente su desarrollo, instituciones, prioridades y asuntos internos. La Constitución Política Chilena, asimismo, debe avanzar en la relación del Estado y la propiedad de los minerales, recursos del subsuelo, el agua y demás recursos naturales, de manera de superar su excesiva concentración en concesiones cuya propiedad en manos de privados, es protegida por la misma Constitución. Debe equilibrarse mejor la relación entre el derecho de propiedad – que actualmente recibe una protección muy robusta por sobre el resto de los derechos fundamentales – y el derecho a vivir en un medio ambiente sano y ecológicamente equilibrado, el cual debe consagrarse siguiendo los estándares y principios contemplados en tratados internacionales, tales como el principio precautorio, “el que contamina paga”, solidaridad intergeneracional, interespecies, interterritorial, etc. Si bien, actualmente se permite limitar el derecho de propiedad en virtud de la función social que ocupa la conservación del medioambiente, debe equilibrarse de mejor manera la balanza entre estos dos derechos, de manera de permitir una protección efectiva de la naturaleza. La Constitución debe superar su mirada antropocéntrica (centrada en el ser humano) y pasar hacia una ecocéntrica, consagrando derechos de la naturaleza o a la naturaleza en sí misma como sujeto de derechos y una acción popular que permita que cualquier persona – ONG y personas jurídicas incluidas – pueda solicitar a las Cortes que revisen si se ha vulnerado el derecho a un medioambiente sano. Asimismo, se debe avanzar hacia un Estado con un rol activo y solidario, dejando atrás el principio de subsidariedad que consagra actualmente. La Constitución debe garantizar de mejor manera el acceso a la justicia, información y participación, monitoreando que ello ocurra. Todo ello permitirá acercarnos a lograr un Desarrollo Sostenible, que permita satisfacer nuestras necesidades sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para hacer lo mismo, y que respete otras formas de vida y cosmovisiones, asegurando derechos colectivos sobre el medio ambiente y aquellos que detentan los pueblos indígenas sobre su territorio y recursos naturales.

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